Vicente Barrachina Lasheras
El impacto del nacionalismo como movilizador social
El primer tercio del siglo XX, destaca por ser un período especialmente convulso en la historia de la civilización humana. Asistiremos, pues, a la incorporación de las masas a la vida política; a importantes crisis económicas, sociales y bélicas (I Guerra Mundial, Crack del 29) y a un desarrollo exponencial del proceso de globalización, como ya señalaba Julio Camba, junto al inicio, en contraposición, de la decadencia del colonialismo europeo. Europa en concreto, será el escenario de la Gran Guerra y vivirá el auge de los totalitarismos durante el tiempo de entreguerras. En este sentido, cobrará especial importancia un movimiento que se erige como alternativa al liberalismo, que había mantenido la iniciativa en el discurso político hasta ahora, y como catalizador del malestar social: el nacionalismo. El movimiento nacionalista no era nada nuevo por aquel entonces. Ya en la era de las revoluciones, podemos encontrar los primeros movimientos nacionalistas en Estados Unidos, Francia, Alemania o incluso España. Sin embargo, será a principios del siglo XX cuando el nacionalismo se convertirá en un hecho de masas, que si por un lado contribuirá a la construcción y homogeneización de vastos Estados-nación, también será el mayor factor de desestabilización en la política europea, generando numerosos conflictos armados (Fusi, 2002). En las siguientes líneas trataremos de señalar los principales procesos históricos del primer tercio del siglo XX cuyo origen, causa o desencadenante fue el sentimiento nacionalista, para poder obtener posteriormente alguna conclusión sobre este fenómeno.
Posiblemente el acontecimiento más importante del período que nos ocupa sea la I Guerra Mundial. Los movimientos nacionalistas que se estaban fraguando en Europa jugarán un papel trascendental en este conflicto armado de escala mundial. Por un lado, la joven nación alemana buscaba alcanzar el puesto de primera potencia, en detrimento de Gran Bretaña, y practicaba una política exterior expansionista, denominada Weltpolitik, que se sustentaba en el nacionalismo alemán y en sus ansias de convertirse en un imperio colonial. Por el otro, el detonante de la contienda fue el asesinato del heredero a la corona Austrohúngara, Francisco Fernando de Austria, perpetrado por un nacionalista serbio, en un contexto de tensión creciente en el territorio de los Balcanes. También es destacable la formación de alianzas internacionales en respuesta a las fricciones que generaban los conflictos entre los imperios coloniales y la reivindicación por parte del movimiento nacionalista francés de recuperar los territorios de Alsacia y Lorena, que había perdido en la guerra franco-prusiana de 1870.
Así pues, tras cuatro años de enfrentamiento, la derrota de las Potencias Centrales (Imperio alemán, Imperio austrohúngaro e Imperio otomano) supuso la desintegración de los tres imperios (además de la del Imperio ruso, a causa de la revolución bolchevique), dando lugar a la independencia y formación de nuevos estados: Polonia, Yugoslavia, Checoslovaquia, Finlandia, Lituania, Siria, Irak, etc. De este modo, el Tratado de Versalles, mediante el cual se ponía fin a la guerra, estableció cláusulas políticas, económicas y territoriales, que generarían tensiones constantes durante el tiempo de entreguerras. Alemania y sus aliados se sintieron excesivamente agraviados, al tener que admitir la completa responsabilidad de la guerra (lo que consideraban una humillación) y hacer frente a cláusulas económicas que la pésima situación de posguerra no les permitía cumplir. Al mismo tiempo, se crearon fronteras artificiales que separaron pueblos con una historia común y se unieron otros con culturas y valores muy diferentes, lo que devendría en numerosos conflictos en el Viejo Continente.
En consecuencia, se creará un caldo de cultivo perfecto para el ascenso de los totalitarismos en Europa tras la I Guerra Mundial. Para el historiador británico Eric Hobsbawm (1990) el período de entreguerras será el de mayor expresión nacionalista. Este fenómeno se explica, además de por el derrumbamiento de las Potencias Centrales y su controversial reorganización, por el pánico que se difundió entre las clases burguesas de todo el continente ante la expansión de los postulados comunistas, que prefirieron apoyar movimientos nacionalistas de corte autoritario que perder sus privilegios (González, 2019). En relación con lo anterior, el historiador alemán George L. Mosse desarrollará el concepto de ‘nueva política’ en su célebre obra La nacionalización de las masas (2005) para explicar la confluencia de la incorporación a la política de los ciudadanos, a la vez que el sentimiento nacionalista va cogiendo fuerza en las capas sociales. Así pues, esta nueva política se basaría en las emociones y llegaría a funcionar como una religión secular, que tiene su origen en la Revolución Francesa, dando lugar a un nuevo tipo de culto: el culto al pueblo (Acquaroni, 2012). Los fascismos se servirán de este sentimiento y de la crisis de valores de la posguerra para difundir un nacionalismo exacerbado y xenófobo, en lo que algunos autores denominan ‘la fascistización de los nacionalismos’, haciendo referencia a un pasado glorioso y al renacimiento nacional de las cenizas de la guerra, concepto que Roger Griffin bautizará como ‘ultranacionalismo palingenésico’. Asimismo, el escritor y filósofo italiano Umberto Eco, señalará el nacionalismo como una de las principales características de lo que él denominaba Ur-fascismo, instaurado este en una lógica obsesiva de complot, para la que los judíos representaban un blanco perfecto (Eco, 1995). A pesar de ello, Mosse, en contraposición con los postulados de algunos historiadores que ubican el origen de los movimientos fascistas en la crisis de posguerra, explica que, sin dejar de ser un componente esencial en la emersión de los fascismos, estos venían desarrollándose de forma latente y continuada en la sociedad desde hacía más de un siglo, considerando la I Guerra Mundial más como un detonante, que permitió al fascismo movilizar a millones de personas, mediante la creación de una mística y liturgia nacionales basadas en mitos y símbolos históricos comunes (Box, 2005).
Por otro lado, en clave española, los nacionalismos fueron los principales causantes de la tensión política de las primeras décadas del siglo XX. Sin pretender llevar a cabo una explicación de la formación de los nacionalismos en el Estado español, por la extensión y complejidad que requeriría, nos limitaremos a señalar que el Desastre del 98 desencadenará el salto de algunos regionalismos periféricos a nacionalismos, como el catalán o el vasco, al mismo tiempo que provocará una intensa búsqueda intelectual de la ‘esencia’ de España. De esta manera, presenciaremos una disputa política entre el nacionalismo español y los nacionalismos periféricos, que reclamarán mayores cuotas de autogobierno amparándose en un sentimiento de agravio y en el desencanto con el sistema turnista y caciquil del Estado español; y se crearán algunas formaciones políticas nacionalistas de significada relevancia histórica, que aún hoy en día mantienen un papel central en la política española, como el PNV o ERC. En este sentido, tenemos que apuntar que la tensión nacionalista, sin obviar al movimiento obrero, será una de las principales problemáticas durante el período de la II República, y cobrará un papel protagonista en la Guerra Civil. El conflicto armado ha sido denominado por algunos historiadores y politólogos como un enfrentamiento entre nacionalismos, uno de carácter centralista y homogeneizador, y otro multicultural y federalista, sobre todo en los territorios con mayor presencia de nacionalismos periféricos (De Riquer, 2004). Asimismo, ambos bandos harán una referencia constante al nacionalismo por su fuerza movilizadora: el bando sublevado identificará al enemigo como la Anti-españa y acabará siendo conocido como el bando nacional, mientras que el bando republicano reprochará continuamente las injerencias de las potencias fascistas extranjeras alemana e italiana (los sublevados también harán lo propio con Moscú, hasta después de la guerra). Podemos ver claramente dos formas distintas, y casi opuestas, de entender España. Recuperando las reclamaciones de autogobierno, probablemente el mayor impacto del nacionalismo en este período sea la modificación del modelo territorial español, que pasará de organizarse en provincias a permitir el establecimiento gradual de autonomías regionales, modelo que fue recuperado en la Transición democrática española (Fusi, 2000).
De manera muy breve, también destacaremos movimientos nacionalistas más allá de las fronteras europeas. Durante estos años, Estados Unidos será una figura central en el mapa geopolítico. A pesar de ser un país muy joven y ‘de inmigrantes’, el nacionalismo estadounidense ya llevaba años de andadura, desde la Declaración de Independencia de 1776, pasando por la Doctrina Monroe. Destacamos los inicios del siglo XX, porque será aquí cuando, en línea con la Doctrina Monroe, los estadounidenses configurarán la que será la máxima de su política exterior: la política del Gran Garrote, mediante la cual los Estados Unidos justificarán su intervención en América, hasta haciendo uso de la fuerza, para defender sus intereses, esto es, su colonialismo; actitud que se prolongará en el tiempo con países tales como Cuba o Venezuela. También debemos resaltar la importancia del nacionalismo en movimientos de independencia de esta época en Latinoamérica (Cuba, Panamá).
En definitiva, el sentimiento nacionalista jugó un papel central en la historia de principios del siglo pasado. Como hemos podido ver, fue una herramienta utilizada por la mayoría de los Estados, así como por los movimientos sociales, para conseguir sus objetivos. Su evolución en un hecho de masas hizo posible la movilización de millones de personas como no se había visto hasta entonces, por ejemplo, en las dos guerras mundiales, en las que las apelaciones constantes al patriotismo de los ciudadanos promovieron el alistamiento masivo, tanto en los regímenes totalitarios como en los democráticos, difundiendo la idea en la población de que lo hacían por una causa justa. El poder del nacionalismo reside en que es un eje, en muchas ocasiones, independiente de otros ejes conceptuales como el de izquierda-derecha o el de conservación-cambio, pudiendo aglutinar a ciudadanos de distintos ejes ideológicos o capas sociales. Así pues, el nacionalismo se configuró definitivamente como la más poderosa fuerza de cambio y transformación social (Fusi, 2002) y, atendiendo al resurgir nacionalista de los últimos años, parece que aún le quedan páginas por escribir en la historia.
Bibliografía:
Acquaroni Pineda, Andrés. (2012). Nacionalismo y dictadura en la primera mitad del siglo XX. Una aproximación historiográfica desde el caso español. ENCRUCIJADAS. Revista Crítica de Ciencias Sociales, (núm. 3) pp. 36-49.
Box, Zira. (2005). La nacionalización de las masas. Revista de estudios políticos, (núm. 130) pp. 279-290.
Eco, Umberto. (abril, 1995). Ur-fascismo (o fascismo eterno). Comunicación presentada en la Universidad de Columbia, recogido después en Cinco escritos morales y en Contra el fascismo.
Fusi Aizpurúa, J.P. (2000). Los nacionalismos y el Estado español: el siglo XX. Cuadernos de Historia Contemporánea, (núm. 22) pp. 21-52.
Fusi Aizpurúa, Juan Pablo. (28 octubre, 2002). El nacionalismo en el siglo XX. ABC opinión. [Descripción de la forma].
González Hurtado, Irene. (2019). El estudio de los nacionalismos en el período de entreguerras (1918-1939) a través del análisis de fuentes históricas primarias. (Trabajo fin de máster, Universidad de Burgos).
Hobsbawm, Eric. (1991). Naciones y nacionalismo desde 1780. Barcelona: Crítica.
Mosse, George L. (2005). La nacionalización de las masas. Madrid: Marcial Pons.